BREA DE ARAGÓN.- Mitos y leyendas de Aragón: “los afortunados de Brea”

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Un relato publicado por Jaime Montijano Torcal en 2016 en el que se hace referencia a las distintas “Breas” en el mundo





Jaime Montijano Torcal, publicó en enero del 2016, un interesante relato, en donde hacía referencia a BREA un Municipio en el Mundo,en cuentos, MITOS y Leyendas de Aragón.  Éste es el relato:

"Quería ir a Brea y fui; llegando hasta su Plaza Mayor y dar un vistazo al exterior de la iglesia de Santa Ana, construida en piedra en el siglo XVI, pasé a su interior para ver sus bóvedas decoradas con yeserías barroco-mudéjares y la capilla del Rosario,  del siglo XVIII, del arte rococó. Cuando más abstraído estaba contemplando la capilla, se colocó a mi lado un señor, con cierto aire de intelectual, que me preguntó si me gustaba Brea. Ante mi afirmación, me comentó que conocía la villa exhaustivamente, como población y como trayectoria y contenido histórico hasta nuestros días. No perdí la ocasión de preguntarle si no conocería, entonces, algún relato que se hubiera fundado en algún hecho o leyenda allí, en Brea. Muy amablemente me contestó que sí, que me iba a narrar uno estrechamente ligado a Brea como villa.

"Hace ya un considerable número de años, a los que no les pone fecha fija porque, en este caso, no importa, un joven llamado Constancio, natural de Brea, de 20 años de edad, estaba enamorado de una bella muchacha de 18 a la que propuso y solicitó en matrimonio. La pretendida, llamada Soledad, también sentía por él la misma pasión, por lo que le contestó inmediatamente que sí, pues hacía ya un tiempo que ambos, en su fuero interno, tenían pensado que habían nacido el uno para el otro. Para formalizar sus relaciones y llegar al hecho matrimonial, tenían que contar con el consentimiento y beneplácito de los padres de ella.
Hasta esos momentos, las relaciones, aparentemente amistosas solamente, pues nadie más que ellos sabían de sus sentimientos, iban bien; pero cuando Soledad se vio obligada a decirlo a sus padres y pedir su conformidad para mantener su noviazgo hacia un decidido y pronto enlace, el caso tomó otro cariz, surgiendo un radical problema. Para ellos, ¿qué y quién era él, Constancio, para aceptarlo como miembro en una familia tan linajuda? Era hijo de un labrador, propietario de unas no extensas fincas que sólo le daban para vivir escasamente con dignidad, pero sin holgura, sin ningún alarde ni ostentación de riqueza. Para ellos, nada, un cualquiera.
Constancio prometió hacer lo imposible por agrandar su patrimonio, jurando y perjurando que Soledad no carecería de nada y que él sería, con el tiempo, un hombre importante en Brea. El padre de Soledad, que inoportunamente había escuchado alguna maledicente y malintencionada historia sobre Constancio, lo echó de sí diciéndole: '¡Ni serás ya nada más aquí, en Brea, ni en ninguna otra Brea del mundo si la hubiese!'
Constancio quería a Brea más que a otra población del mundo. Ni se había planteado jamás la posibilidad de salir de su tierra natal. Allí tenía todo lo que quería y adoraba. Por ello, las últimas palabras que el padre de Soledad le dirigió lo hirieron profundamente y tomó la determinación de irse de la villa. Allí ya no se podía quedar si no conseguía lo que deseaba. Se lo dijo a Soledad, la cual, dolida y llorosa, le prometió esperarlo hasta que volviese, triunfante o no; y si era preciso, hasta la muerte.


El repudiado, que no sentía predilección por irse a un lugar determinado, pensó primeramente en marcharse a Zaragoza. Pero consideró que estaba demasiado cerca y sentiría pronto la tentación de volver, lo cual no le desentendía del problema. Alguien le dijo que en la provincia de Madrid había una villa llamada Brea de Tajo. Y sin pensar más, se dirigió allí porque, al menos, siempre tenía un motivo sugestivo que le encauzase a iniciarse en algo. Pero a los pocos días de permanecer en Brea de Tajo, sintió grandes anhelos de volver a su casa y ver a Soledad, a la vez que a su propia familia, pues en realidad no estaba muy lejos y, al fin y al cabo, después de la tormenta viene la calma; pero pensándolo mejor, cayó en la cuenta de que, muy posiblemente, el padre de Soledad siguiese siempre pensando lo mismo. Esta certidumbre frenó sus sentimientos. Debería irse muchísimo más lejos si quería evitar el deseo de volver a vivir una situación desequilibrada. Como consecuencia de ello, concibió la idea de cruzar el océano y marcharse a la Argentina, tierra a la que otros habían ido en busca de riquezas. Lo planificó seriamente estando dispuesto a que le sonriese la fortuna. Y se embarcó de polizón, pro al ser descubierto, tuvo que trabajar intensamente hasta llegar al lugar prefijado.


Una vez en Buenos Aires, realizó toda clase de trabajos hasta que logró, con muchos esfuerzos y sacrificios, montar un negocio en el que traficaba con toda clase de artículos. Más adelante, conociendo como conocía ya la nación, le llamó la atención el nombre de La Brea, dado a dos sierras de la República Argentina, una en la provincia de La Rioja y otra en la de San Juan. Hizo un viaje a ellas y logró un concierto comercial, una comunicación con su negocio en Buenos Aires, lo que le satisfizo y le dio sus frutos. No tardó en descubrir que en la misma Argentina, en la provincia de Santiago del Estero, en el departamento de Figueroa, existía una localidad llamada, también, Brea; y aún más, en la misma provincia había otra población que tenía por nombre Brea de Pozo. Visitó ambas, compró algunas propiedades y también mantuvo con ellas negocios en concordancia y coordinación con Buenos Aires.
Dichos negocios le iban viento en popa, y pensaba Constancio: 'Cada vez que visito una u otra localidad llamada Brea, más abundantemente acreciento mi fortuna. Esto es una maravilla'. Aún tuvo ocasión de desplazarse más lejos, al Perú. El motivo fue el conocimiento de que en aquel país, en el departamento de Piura, en la serranía del Perú, hay unos cerros que se llaman de la Brea. Los visitó y también concertó relaciones comerciales, negocios de tala de árboles y su venta. Antes de volverse a Buenos Aires, tuvo ocasión de visitar, en el mismo país, un distrito en la provincia de Paita, que también se denomina La Brea. Hizo lo mismo, cumplir con su objetivo. Volvió a Buenos Aires y siguió dirigiendo, desde allí, sus negocios, enviando a sus empleados cuando las situaciones lo hacían necesario.


Había amasado ya una considerable fortuna en dinero y en propiedades y daba continuamente gracias a Brea, que parecía haber sido su norte, su guía. Podía retornar a España cuando quisiese, pues se había enriquecido inmensamente. Algo lejano quedaba ya, aunque seguía pensando en ella, el recuerdo de Soledad. Se habría casado, era lo lógico. Su padre la habría obligado, era lo consecuente. Tentado estaba de volverse a España cuando la casualidad o el azar hicieron que trabase amistad con un industrial y negociante norteamericano, del estado de California, que era natural de un pueblo de ese país llamado Brea. Esto le llenó de una gran alegría y satisfacción: Que dos personas de países tan lejanos tuviesen como origen un pueblo que se llamaba Brea. Una vez realizados los asuntos que le habían llevado a Buenos Aires, decidió dirigirse a Estados Unidos. Constancio creyó y pensó que, de no haber otra Brea más en el mundo, debía visitar aquélla porque, aunque no creía en agüeros ni hechicerías, el destino le nombraba su localidad natal, por alguna razón, de forma continuada. Así que acompañó a su amigo y vivió unos meses en la nueva Brea, que sería la última que conocería. Tuvo ocasión, también, de hacer negocios en ella y, además, aprendió el inglés, hecho cultural que le sirvió más adelante y satisfizo, pues entonces escasamente se estudiaban idiomas.


Después, con su inmensa fortuna, regresó a España y se presentó en Brea con algunos de sus fieles servidores. Cuál fue su gran sorpresa y alegría cuando comprobó que Soledad no se había casado. Lo esperaba a él. Habían fallecido sus padres y vivía con una hermana y una tía. Poco tiempo después se desarrollaron los esponsales, a los que fueron invitados todos los habitantes de Brea. El largo recorrido de su viaje de novios lo hicieron visitando todas las localidades en las que Constancio había estado. Cuando regresaron, meses más tarde, la villa entera los recibió con todos los honores y los brazos abiertos. Desde entonces, los llamaron 'los afortunados de Brea'".

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